Los caminos que la ciencia sigue para progresar son, sin duda, muy variados. A veces los descubrimientos surgen de improviso, cuando el afortunado investigador está empeñado en buscar otra cosa que, en muchos casos, sólo tiene que ver colateralmente con lo que finalmente saca a la luz. Un ejemplo de esto fue el descubrimiento de los rayos X por Wilhem Roentgen, a finales del s. XIX, cuando trabajaba con tubos de rayos catódicos en una mesa quizá demasiado llena de otras cosas ajenas a los experimentos que estaba realizando y que, sin embargo, pusieron de manifiesto el efecto inesperado.
Pero en otras ocasiones no es así y el descubrimiento sigue a una búsqueda específica de lo que finalmente se encuentra, en muchas ocasiones tras de una más o menos complicada, ardua y larga labor de investigación. En esta categoría podríamos situar al famoso bosón de Higgs que encontraron en el CERN en 2012 usando el acelerador LHC que había sido construido, entre otras cosas, para encontrar esa partícula, la única de las que forman el Modelo Estándar cuya existencia faltaba entonces por demostrar.
A pesar de lo exagerado de la información que siguió a la conferencia de prensa en la que se anunció el descubrimiento de una partícula que podría ser compatible con lo esperado para este bosón de Higgs (con apelativos sin sentido como el que la nombraba como la partícula de Dios, sea lo que sea lo que esto pudiera significar), hay otras partículas elementales que son, en mi opinión, mucho más llamativas y enigmáticas: los neutrinos, esas esquivas partículas que pueden recorrer distancias enormes en el seno de un material sin interactuar con sus moléculas y átomos. Con propiedades curiosas y elusivas y conexiones con algunos problemas que a día de hoy aún están pendientes de resolverse en astrofísica, cosmología y física de partículas, se puede asegurar que su estudio está todavía lejos de haber sido completado.
Como en muchas otras ocasiones en ciencia, la historia de los neutrinos comienza con un experimento sin explicación plausible. El problema se suscitó al comparar lo que sucedía en la desintegración con los resultados de los experimentos de desintegración $latex \beta$. La reacción de desintegración
es la siguiente:
en la que, como podemos ver, un núcleo se desintegra convirtiéndose en otro con dos protones y dos neutrones menos y emitiendo una partícula , que como sabemos no es más que un núcleo de
, una partícula con una gran estabilidad. El espectro de energía de las partículas
que emite una muestra radiactiva
es como se muestra en el panel a de la figura.

Espectros de energía de las partículas α y de los electrones emitidos respectivamente en el caso de las desintegraciones α (arriba) y β (abajo).
Si, como en cualquier otro proceso físico, consideramos la conservación de la energía y del momento en la reacción, es posible determinar la energía cinética que llevará la partícula emitida después de producirse cada desintegración:
donde
se denomina valor de la reacción, una cantidad que permite discernir cuándo una reacción puede ocurrir (si
}) y cuándo no (
) y que se obtiene como la diferencia de las masas del núcleo padre y de los núcleos producto de la reacción. Todas las partículas
emitidas por la muestra llevan la misma energía cinética,
, y por eso en el espectro de la figura 1a aparece un pico bien definido. El hecho de que ese pico tenga una cierta anchura se debe a que el proceso de detección de la partícula y de la determinación de su energía cinética no es “perfecto”.
Cuando se tuvo la certeza de que las partículas emitidas en la desintegración eran electrones, se pensó que la correspondiente reacción nuclear debía responder a una ecuación como la siguiente:
.
Es decir, un neutrón del núcleo padre se convertía en un protón, dando lugar a otro núcleo con un protón más y un neutrón menos, y además se emitía un electrón. Esta reacción es formalmente idéntica a la de la desintegración y, por tanto, la energía cinética de los electrones emitidos debía ser:
,
Aquí la única diferencia con el caso de las partículas es que
y de ahí la expresión aproximada final. Por otro lado,
.
El primero que midió el espectro de los electrones emitidos por un radioisótopo fue James Chadwick, en 1914. Encontró un resultado realmente sorprendente y que se muestra en el panel b de la figura. Se trata de un espectro completamente diferente al de la desintegración
: no hay un pico claro que defina la energía cinética esperada sino que aparece un espectro continuo con una energía máxima que es precisamente ese valor
.
La resolución teórica del rompecabezas tardó algún tiempo. En 1930, Wolfgang Pauli “inventó” una nueva partícula que se emitía también en la reacción de desintegración y que permitía que en estas desintegraciones se garantizara la conservación de la energía. La partícula inventada era el neutrino. A pesar de que, visto con la perspectiva del tiempo, y como suele suceder, esa hipótesis parece más que plausible, la situación no era tan clara en aquel momento. Por poner un ejemplo, digamos que físicos tan prestigiosos como Niels Bohr postularon que la energía no se conservaba en cada desintegración
individual y que sólo lo haría globalmente cuando se consideraba la totalidad de las desintegraciones que se producían en la muestra radiactiva. Pauli, con buen criterio, pensó que el principio de conservación de la energía era de obligado cumplimiento en cualquier proceso físico y la reacción debía ser por tanto de la forma siguiente:
.
Es decir, había una tercera partícula emitida, una partícula que, por alguna razón, no se detectaba, pero que se repartía con el electrón la energía disponible. Así en aquellas desintegraciones en las que el electrón llevara una energía cinética alta, próxima a
, el neutrino llevaría poca, y viceversa: la forma del espectro quedaba pues explicada. Además, la conservación de la carga eléctrica permitía establecer que la nueva partícula tenía que ser neutra.
En una carta fechada en 1930 y en varias conferencias dictadas en 1931 en E.E.U.U., Pauli se refirió a la nueva partícula como el “neutrón”. Pero para 1933, cuando publicó su primer trabajo sobre el tema, la extraña partícula había sido rebautizada por Enrico Fermi quien, un año antes, le asignó el nombre con el que la conocemos hoy, el neutrino, dejando la denominación de neutrón para la partícula actualmente conocida como tal y que había sido descubierta por Chadwick aquel mismo año.
Fermi fue, no obstante, más allá de las meras denominaciones y desarrolló una teoría para explicar la desintegración que le permitió dar cuenta del proceso conocido entonces y que había dado lugar al enredo, el
, y avanzar la existencia de un segundo proceso de tipo similar, el
, en el que un protón del núcleo se transformaba en un neutrón, emitiéndose un positrón (la antipartícula del electrón) y un neutrino. En 1934, Frédéric Joliot e Irene Joliot-Curie descubrieron este otro proceso
en los productos de las reacciones ocurridas en experimentos de colisión de partículas
con núcleos de aluminio. Como quiera que las predicciones de la teoría de Fermi estaban en muy buen acuerdo con los resultados experimentales encontrados para los dos tipos de desintegración, la existencia de los neutrinos y el papel que jugaban en la conservación de la energía en la desintegración
quedaron fuera de dudas. El artículo de Fermi en el que planteó su teoría se publicó en 1934 en Nuovo Cimento, en italiano, y unos meses después en Zeitschrift für Physik, en alemán. Nature había rechazado el trabajo por ser demasiado especulativo, algo cuyos editores lamentaron de por vida.
Pero una cuestión era el “invento” del neutrino y otra muy distinta su detección directa. En 1934 Hans Bethe y Rudolf Peierls calcularon su probabilidad de interacción con la materia, que resultó ser ínfima, y concluyeron que «a efectos prácticos, resulta imposible detectar el neutrino.» Sin embargo, y como es muy usual, no hay nada mejor que declarar algo como “imposible” para excitar la imaginación de algún mortal que se empecine en demostrar lo contrario. Y uno de los primeros en hacerlo fue Bruno Pontecorvo, un estudiante de Fermi en Roma que aquel mismo año se había trasladado a París para trabajar con los Joliot-Curie. Pontecorvo pensó que, no habiendo nada erróneo en sus cálculos, Bethe y Peierls no habían establecido que la probabilidad de que un neutrino interactuara con la materia fuera estrictamente nula. Y si no era estrictamente nula, había una posibilidad de detectarlos. Como la reacción esperada era
,
en 1946 Pontecorvo propuso usar un tanque gigante lleno de algún compuesto de cloro (usualmente bastante barato) y situado junto a una fuente intensa de neutrinos como podía ser un reactor nuclear. En cada reacción los núcleos de cloro se transformarían en argón, un gas noble que no sufriría reacciones químicas con otros compuestos presentes en el experimento. Como alguno de los núcleos de argón creados sería radiactivo, podría ser detectado sin problemas. La idea era pasmosamente sencilla: si un número enorme de neutrinos se hacen pasar a través de una masa gigantesca, alguna interacción se producirá durante un tiempo de medida “razonable”.
Sin embargo, tuvieron que pasar ocho años para que alguien se planteara llevarla a la práctica. Raymond Davis lo intentó dos veces, la primera en el reactor de Brookhaven y la segunda en el de Savannah River, mucho más potente que el primero, y con un detector de mucho más volumen. Sin embargo, en ninguno de los dos casos encontró diferencias en las tasas de creación de argón con los reactores en funcionamiento o en parada. En realidad el problema era que en las reacciones de fisión que ocurren en el reactor, los radioisótopos que se producen con mayor abundancia son del tipo y en las desintegraciones de los mismos no se producen neutrinos sino antineutrinos, las antipartículas de los neutrinos, cuyas reacciones con los núcleos del detector son de la forma
,
En lugar de argón, en el experimento de Davis se estaba formando azufre, un elemento que no era el buscado. A pesar de la decepción inicial, Davis sacó provecho a su dispositivo experimental ya que comenzó a estudiar la interacción de los rayos cósmicos con la materia lo que, con el paso del tiempo, le valió el premio Nobel de 2002 que compartió con Masatoshi Koshiba y Riccardo Giacconi.
No mucho más tarde, en 1956, Clyde L. Cowan y Frederick Reines pensaron alla grande: puestos a considerar una buena fuente de neutrinos, ¿por qué no usar la más intensa disponible, una explosión nuclear? Aunque al parecer su proyecto fue aprobado, se conformaron finalmente con hacer el experimento con el reactor Savannah River, pero a diferencia del de Davis, usaron un detector compuesto por dos tanques de 200 l, llenos de una disolución de $latex CdCl_{2}$ en agua, envueltos en material centelleador con un centenar de tubos fotomultiplicadores. Los antineutrinos producidos por los isótopos generados en el reactor debían interaccionar con los protones del agua de acuerdo con la reacción:
.
Los positrones emitidos en esas reacciones perderían poco a poco su energía cinética y acabarían aniquilándose con los electrones del medio. De esta aniquilación surgiría la señal característica constituida por dos fotones que se mueven en la misma dirección, sentido contrario y con 511 keV de energía, y los fotones los detectaría el sistema centelleador. Los neutrones, por su parte, serían absorbidos por núcleos de según la reacción:
.
Los núcleos de resultantes se desexcitarían emitiendo un fotón que sería detectado también por el detector de centelleo con un cierto retraso respecto de la señal de la aniquilación de los positrones. Ese retraso se estimaba en unos 5 μs y los resultados del experimento fueron, esta vez sí, definitivos. La tasa de detección aumentaba significativamente cuando el reactor estaba en funcionamiento y los neutrinos habían sido por fin detectados sin ambigüedades. Reynes recibió el premio Nobel por este experimento en 1995, compartido con Martin L. Perl quien descubrió el leptón tau. Cowan, fallecido en 1974, se quedó sin el galardón.
Cowan y Reines anunciaron el descubrimiento a Pauli en un telegrama fechado el 14 de junio de 1956. Habían pasado 26 años desde que éste predijera la existencia de los neutrinos. Sin embargo, en esta “competencia” gana claramente el bosón de Higgs cuya observación experimental ha necesitado 48 años desde que fuera propuesto por varios autores en 1964.
Enhorabuena por este magnífico post, Antonio, y gracias por compartirlo en DCF.
Para mi, esta historia del neutrino representa como pocas aquellos años gloriosos para la física que fueron los de la primera mitad del siglo XX, esa ebullición de ideas que provocó la irrupción de la mecánica cuántica y ese afán por conocer, más que por descubrir, que promovió el rápido intercambio de descubrimientos y soluciones en una colaboración científica como nunca antes se había visto y como no hemos vuelto a ver, o al menos esa es mi impresión, no sé si la compartes.
Gracias Manolo. Evidentemente los periodos en los que la ciencia ha entrado en «crisis», debido (usualmente) a resultados experimentales «sorprendentes», resultan, vistos con la perspectiva que da el tiempo pasado, apasionantes. El periodo que mencionas del nacimiento de la mecánica cuántica, coincidente en parte con el de la teoría de la relatividad, es sin duda uno de ellos. También lo fue, en mi opinión, el s. XIX con el desarrollo de la «física clásica». Sin embargo, no sé si aquéllos que vivieron en primera persona los avatares de esos periodos destacables opinarían igual que nosotros ahora. Yo creo que la dinámica de los científicos de todas las épocas, en tanto que humanos, ha sido la misma, más o menos. Es decir, que siempre han existido las colaboraciones científicas y también los «anacoretas» incapaces de intercambiar ideas con sus congéneres. Lo que hoy día nos encontramos no es, por tanto, muy diferente de aquello salvo porque ahora mismo no tenemos crisis importantes que echarnos a la boca …
El culpable del estúpido nombre de «partícula de Dios» es el editor de Leon Lederman.
Leon, (exdirector del Fermilab y Premio Nobel de Física), escribió un libro de divulgación de partículas elementales en 1993 y lo envió a su editor con el título «The goddam particle», la maldita partícula, refiriéndose al Higgs que no había manera de encontrar. Al editor no le gustó el título y lo cambió por la chorrada de «The God particle»
Por cierto, compré el libro, lo leí y lo conservo, aunque me gustó poco. Casi cualquier otro libro de divulgación de partículas elementales está mejor. En particular he leído con gusto y me ha aportado muchos más conocimientos el «Partículas elementales» de Gerard’t Hooft.
Gracias por estos interesantes posts, esperamos ansiosos el siguiente, saludos cordiales.
No sabía la historia que relatas relativa a la «partícula de Dios». Sea como fuere, la cosa tuvo su porción de «éxito» porque el uso machacón del término fue un poco insufrible. Parte de la culpa habría que asignársela también al autor que se «dejó hacer» en lo de ponerle el título a su libro. En fin, el marketing que es demasiado importante a veces.
Gracias por tu interés en los posts que voy poniendo en Desayuno con fotones. Intentaré seguir manteniendo el «tipo». Saludos.
Gracias a tí por escribirlos. Por cierto, he leído en el blog de tu compañero de Universidad Daniel Manzano, que en junio organizáis en Granada una «movida» cuántica de alto nivel, que la disfrutéis :)
Saludos.
Pingback: El problema de los neutrinos solares | Desayuno con fotones·